ROBERT ARATO Y JESUS DE MIGUEL. MANO A MANO
Tras una pequeña caminata por el campo ibicenco la casa payesa del pintor Arato apareció entre higueras, chumberas y campos en barbecho o abandonados. En el estudio, colgados de las paredes, los grandes lienzos, aparentemente blancos pero tratados con una imprimación de grandes brochazos y sutiles veladuras de color inapreciable a simple vista, esperaban la impronta de la pintura.